Observo cómo te pones el reloj.
Llevo un tiempo fijándome en que cada vez que te sientas en una mesa te lo quitas. En tu escritorio, en una reunión, en el escritorio de otra persona, para comer.
Me resulta curioso este vaivén. ¿Por qué no te lo dejas quitado? ¿Por qué te lo pones, incluso?
Yo jamás me quito el reloj. Jamás. Me siento extremadamente perdida sin mi reloj. Desnuda, incluso. Me falta algo importante, como un riñón.
Pero tú te lo quitas constantemente. Y te lo pones constantemente. ¿Acaso te gusta el gesto?
Me fijo bien. Es un reloj de lujo. Uno de esos que jamás podré pagar ni pagarme. Es precioso. El cuadrante es verde botella y la correa metálica negra. Es analógico y no uno de esos smartwatch modernos. Tiene un cronómetro también. Pero muy elegante, no burdo como esos relojes sport. Parece un reloj que llevaría James Bond y que verías nada más saliera de su Aston Martin DB5.
Me quedo ligeramente embobada mirando el reloj, intentando recordar cada detalle. Del reloj paso a tus manos e intento recordar cada detalle también. Observo cómo tus dedos dominan unos gestos precisos que ya deben ser mecánicos pero que no por ello son menos bonitos.
Veo también cómo miras tus manos. Pareces absorto, pensativo. Reflexivo, incluso. ¿Estarás pensando en algo en particular?
Me pregunto si estarás pensando en tus gestos o si tu mente salta de una cosa a otra, como si los gestos precisos fueran una válvula de escape para tus pensamientos. Como si el vacío creado por esos gestos mecánicos dejaran espacio para pensamientos más complejos, que están en una parte de tu mente que normalmente no está abierta.
Igual por eso te quitas y pones tanto el reloj, para abrir esa puerta.
Te miro y estoy absorta en mis pensamientos yo también. Pero tú has terminado de abrocharte el reloj y ahora solo me miras. Sonríes. Me pongo roja. Sonríes más. Te acercas a mi sitio y te agachas hasta que tus labios rozan mi oído.
– ¿Quieres saber si me quito el reloj cuando hago el amor?