– No nos hemos visto en dieciocho años, tía. Seguro que ni se acuerda de mí.
Suspiras exasperada. Llevamos semanas discutiendo sobre esto. Cada vez digo lo mismo. Cada vez tu respuesta es la misma: mirarme exasperada y suspirar “deja de decir bobadas”.
– Vamos a ir a este concierto y punto. Tienes que darte la oportunidad de saber.
– Han pasado muchos años y muchas cosas. Solo quiero saber cómo está, nada más.
Empiezan a tocar los teloneros y le veo. Cómo ha cambiado. No creí posible que fuera todavía más atractivo. Un poco más gordo, un poco más viejo, pero muy, muy atractivo. ¿Por qué no está en el camerino preparándose? ¿Qué hace entre el escaso público de los teloneros? ¿Debería de ir a saludar? No me veo capaz.
– Tía, ve a saludar, está ahí.
– Parece ser que he perdido la capacidad de poner un pie delante del otro. Ve tú, también fue tu amigo. ¡Y no lo digas que estoy aquí!
– Ugh, vale. De verdad…
Te veo hablar con él, me gustaría ir también, pero soy incapaz. Después de un rato él va hacia el camerino y tú vuelves.
– ¿Qué tal ha ido?
– Pues muy bien. Es igual de majo que recordamos. Todo le va bien. Dice que luego nos vayamos a tomar algo.
– ¿Le dijiste que estoy aquí?
– No, idiota. Le dije que estaba con un amigo.
– Bueno, pues veremos si nos tomamos algo con él. Yo creo que me iré a casa. Esto es una idiotez, no debería ni estar aquí.
Seguimos hablando (bueno, discutiendo) y pronto es la hora del concierto.
Qué buenos sois en directo. Tenéis la misma energía que hace veinte años. No es que seamos unos viejos, pero es increíble ver la energía que desprendéis.
En un momento del concierto, entre una canción y otra, ya sabes, esos silencios para que la gente se recomponga, me ves. No sé cómo, pero me has visto. Lo sé porque te estaba mirando a los ojos cuando me viste. Y vi tu reacción, tu sorpresa. Me cuesta creer que me reconociste, pero sé que lo hiciste.
Decido ir a por una cerveza. Sí, estoy huyendo de nuevo.
El concierto se termina, pero no sin que cada cinco minutos nuestras miradas se cruzaran. Salgo de la sala y esta vez decido no huir.
– No puedo creer que estés aquí.
– Eres tú el que está en mi ciudad.
– No hace falta que seas hostil, estoy gratamente sorprendido.
– Tienes razón, perdóname. ¿Cómo estás, Stephane?
– Muy bien, ¿y tú, Sophie? ¿Nos tomamos algo y nos ponemos al día?
Me siento dieciocho años más joven. Me miras tal y como recordaba. Me hablas tal y como lo hacías. Me consigo relajar. A cada momento que pasa, noto cómo nos deslizamos en esa intimidad y confort que nos caracterizaba. ¿Harías todo como antes? Imagino que solo lo sabré si sigo charlando contigo, como si el tiempo no pasara entre nosotros. Suficiente hemos perdido ya.