El hombre que tengo sentado a mi lado en el metro lleva tu perfume. Una sonrisa asoma por mis labios al recordar lo que ese olor evoca.
No es que necesite estímulos olfativos para pensar en ti y sonreír. A lo largo del día me asaltan (qué violenta es esta palabra, pero es adecuada) recuerdos que provocan cambios anímicos e incluso físicos, en mí.
Mi piel se estremece solo pensando en las yemas de tus dedos acariciándola, en toda su extensión, suave y delicadamente.
Me resulta increíble que solo una memoria tenga el poder de hacerme reaccionar físicamente. Desde que te conozco mi cuerpo te pertenece; no lo consigo controlar. Ni en tu presencia ni, claramente, lejos de ti.
Dejo mi libro de lado. ¿Quién puede concentrarse en lo que Richard Dawkins expone sobre religiones cuando yo solo consigo pensar en la experiencia sobrenatural que es estar contigo?
Decido que es mejor dejarme perder en mis recuerdos, volver a ver tu sonrisa, tus ojos que me lo quieren dar todo, escuchar tu voz susurrando mi nombre, tu perfume invadiendo todos mis sentidos.
Vuelvo al vagón de metro. Me he pasado tres paradas. Tendré que dar la vuelta. Me levanto para bajarme en la siguiente pero me vuelvo a sentar. Tu casa está al final de esta línea, creo que voy a hacerte una visita inesperada.