Nuestro primer beso fue catastrófico y torpe. Los dos nerviosos con crear una buena impresión nos jugó una mala pasada. Nos reímos al separar nuestros labios siendo conscientes que besamos mejor que eso. Empezamos a tranquilizarnos ligeramente y tu mano en mi cadera me acercó a ti.
Pausadamente, acaricias mi mejilla y te agachas. Sin dejar de acariciar mi mejilla derecha con una mano y agarrar mi cadera con la otra, besas dulcemente (no hay otra palabra que capture mejor la ternura de tu gesto) mi cuello. Cierro los ojos y suspiro ligeramente, relajando todo mi cuerpo, sabiéndome en buenas manos.
Me besas de nuevo, esta vez en la mejilla izquierda. Mis ojos siguen cerrados, mi cuello todavía arqueado, enteramente dispuesta a dejarme llevar. Noto tu respiración en mi piel y me siento en total seguridad. Tus labios rozan mi mejilla en un nuevo beso, un poco a la derecha del anterior.
Otro beso, más a la derecha. Te estás acercando a mis labios y una parte de mí solo desea que llegues y otra quiere alargar el momento y la dulzura de estos besos ligeros pero cargados de emoción, intenciones y pasión. No de la evidente, la que hace arrancar camisas sin preocuparse por los botones; sino de la discreta, la que contiene mucho más de lo que aparenta. Es difícil encontrar un hombre que viva esta última. Es sutil, contenida, tierna. En este momento no dudo que seas capaz de ambas. Voy a tener que aprender a coser botones.
Tus labios tocan ligeramente la comisura de los míos. De manera inadvertida, aguanto la respiración. No sé si estoy lista para el siguiente beso, el que he deseado sentir desde que tu mano rozó mi rodilla ligeramente debajo de la mesa en el restaurante. Sin embargo me da miedo permitirme sentir todo lo que me estás haciendo sentir.
– Eva, creo que me voy a enamorar de ti.
Y con ese susurro, sin dejarme responder, totalmente sorprendida y sin tiempo a procesar esta información, me besas los labios de la manera que tendría que haber sido el primero.
Un beso liberado, con todo en la mesa, sin miedos, torpezas y perdidamente apasionado. Menos mal que me recompongo rápido y puedo corresponderte en todo. Tengo miedo, sí, pero he querido corresponderte desde que me miraste a los ojos y dijiste que te gustaba mi cerebro.
Poco a poco, nos separamos. Sin querer romper este momento pero sabiendo que habrían muchos más.
– Yo creo que ya lo estoy, Damián.