Estoy vestida completamente de negro. Tu color favorito. Y el mío casi que también. Pero admito que no me gustaría llevarlo puesto hoy. Hoy no quiero estar aquí. No quiero estar rodeada de gente. No quiero que esto sea real. No quiero estar sin ti.
Desde un principio tú y yo supimos que lo nuestro iba a ser una gran historia de amor. Teníamos tantas cosas que queríamos contarnos que nos interrumpíamos constantemente pero sin romper la dinámica, saltando de un tema a otro, olvidando a veces lo que estábamos diciendo, pero siempre con ganas de seguir la conversación.
Lo nuestro fue épico desde la primera cita, cuando estábamos corriendo para refugiarnos porque llovía y en mitad de la carrera te detuviste para besarme de una manera que hizo que el cielo temblara, y no solo por los truenos. A partir de ahí todo podía haber ido cuesta abajo, que perdiésemos interés y ganas de esforzarnos. No fue el caso.
A los dos meses nos fuimos de viaje a Italia. Fue una sorpresa. Reservé los billetes días antes, con un impulso incontenible y te dije “nos vamos a Italia”, sin más. Solo sonreíste. No dudaste.
Al año y un mes, me mudé a tu piso (¡tú tenías una terraza, al fin y al cabo, yo solo un balcón!).
En mi cumpleaños, muy cerca de nuestro segundo aniversario, me pediste que me casara contigo. No dudé.
Nos casamos unos meses más tarde, en una fiesta de proporciones épicas, como nuestro amor. Todo el mundo decía que íbamos demasiado rápido en todo (llevaban toda nuestra relación diciéndolo) pero tú y yo sabíamos que esto era como debía ser. Nuestro ritmo era diferente. Era nuestro.
Han pasado 14 años desde que nos casamos y ni un solo día nuestro amor disminuyó. Nos seguíamos echando de menos si no estábamos juntos. Seguíamos haciendo planes locos e improvisados. Seguíamos queriéndonos con locura. Todos los días construíamos algo sólido, irrompible. Eterno.
El hecho de que ahora esté vestida de negro y que la posibilidad de acariciarte y besarte se haya esfumado sé que esa eternidad sigue siendo. Nadie puede quitarnos eso.