Si pongo la música suficientemente alta en mis cascos, igual no escucho mis pensamientos. Igual no escucho lo mucho que te echo de menos, lo enorme que parece mi cama sin ti. Igual dejo de pensar en las dificultades que parece que nos unen más que otros aspectos.
Si me pongo la música suficientemente alta y me pongo a cantar en vasco, igual consigo callar la voz en castellano que me dice lo que siento. Igual dejo de escuchar mi corazón latir a toda velocidad por estar pensando en ti.
He estado paseando por la ciudad para hacer exactamente eso: intentar no escuchar mi cerebro.
Ya cerca de mi casa, cruzo un paso de peatones y me fijo en una moto que está esperando a que se ponga en verde el semáforo y poder salir disparada. Es el modelo que sueño tener. Inconscientemente, me muerdo el labio. La verdad que siempre me han gustado las motos.
Termino de cruzar y dejo de mirar la moto, la preciosa moto. Roja, encima. Exactamente el color que quiero. La escucho arrancar y mi mirada va hacia el cielo, exasperada de encontrarme en esta situación económica y no conseguir avanzar (la situación sentimental en la que me encuentro tampoco es que esté ayudando).
Me doy cuenta de que la moto está cada vez más cerca. La escucho venir hacia mí. Me giro y en efecto, la moto se está deteniendo a mi lado. El dueño (que ahora veo que es un hombre) se quita el casco. Jo-der. ¿Desde cuándo tienes moto? ¿Y desde cuándo estás en la ciudad? ¿Desde cuándo…? Me asaltan tantas preguntas que no atino a decir en voz alta ninguna. Solo alcanzo a quitarme los cascos y conseguir escuchar:
– Pequeña, ¿vienes? – me dices, tendiéndome una mano y con esa sonrisa que me conquistó desde que te conocí.
No me lo pienso.